Simón el caracol y el compostador del jardín

Había una vez un caracol muy campechano, que se llamaba Simón, que se pasaba el día de hoja en hoja, comiendo ahora un poco de aquí, ahora un poco de allà. Se conocía todos los rincones del jardín donde vivía, y había dejado su rastro plateado en todas las plantas, árboles y arbustos. De hecho, los había probado todos. Algunos le gustaban más y otros le gustaban menos, pero, en general, todo le iba bien.

Un buen día, todo cambió. En el jardín había más movimiento de lo habitual y, de repente, un objeto enorme – ¡por lo menos para él era enorme! - apareció en uno de los rincones más alejados del jardín, justo bajo el limonero. Al principio, el caracol Simón no hizo demasiado caso, ya que estaba bastante acostumbrado a que los humanos le llenasen el jardín con todo tipo de utensilios extraños y desconocidos que, para él, muchas veces, eran sumamente peligrosos. Es por ello que, en un primer momento, no se atrevió a acercarse mucho. Se lo miraba de lejos y, durante algunos días, lo estuvo observando para averiguar qué hacía. Pero el objeto no se movía, ni hacía ruido. De hecho, pasaba casi desapercibido, ya que se confundía con las plantas y el césped que lo rodeaban. Eso sí, debía de tener mucho interés para los humanos, ya que éstos no paraban de hacerle visitas, tanto de día como de noche, y de llevarle cosas y de enseñarlo a los vecinos.

Pero nuestro amigo Simón el caracol era muy curioso y es por ello que, un buen día, decidió acercarse un poco más a aquel objeto tan misterioso. Para comenzar, decidió dar una vuelta de reconocimiento, pero no encontró nada interesante. El objeto en cuestión no era comestible, no olía a nada, no se movía... En definitiva, era muy aburrido. Entonces decidió subirse para ver si, más arriba, había algo que mereciese la pena. Subió y subió y subió hasta llegar arriba. Pero tampoco encontró nada nuevo. Eso sí, le pareció que, de su interior, venía un olor muy familiar, muy parecido al olor que desprendía el bosque húmedo donde había vivido cuando era pequeño. ¡Qué recuerdos le traía aquel olor! Decidió que tenía que entrar allí dentro fuese como fuese.

El caracol Simón buscó y rebuscó por doquier y, al final, encontró un espacio por donde escurrirse en el interior de aquello que no sabía qué era y que tanto le intrigaba. Dentro todo era oscuro, muy oscuro, pero se estaba caliente y el buen olor que había olido desde fuera, y que le recordaba tanto su niñez, se notaba ahora con más fuerza. Comenzó a desplazarse muy despacio, con mucho cuidado, porque, a pesar de que el ambiente era muy agradable, no las tenía todas consigo. ¡Imaginaos cuál fue su sorpresa cuando, a medida que se adentraba en la oscuridad más absoluta, sus tentáculos comenzaron a detectar montañas de hojas de col, hojas de lechuga y hojas de hojas! ¡No se lo podía creer! ¡Aquello era el paraíso! Decidió, ni corto ni perezoso, que aquél sería, para siempre, su hogar. Y dicho y hecho.